Cuánto queremos ser y no somos. Cuánto nos negamos por no intentar ser...
Fue un abeto de talla normal, espigado y frondoso desde la base hasta la copa de sus hojas puntiagudas. Respiraba todos las noches y devolvía a las montañas, a la naturaleza el oxígeno puro durante el día. Vivía acompañado de una multitud de otros abetos que formaban un magnífico bosque, en la ladera de una montaña. El lugar no importa, pues para ellos su país es la tierra, y su dios la naturaleza…
Los árboles aunque no lo sepamos; hablan entre ellos. No de la manera que tú y yo podríamos hablar. Aprovechan la brisa y el viento, y el movimiento susurrante de sus hojas, para emitir un código secreto que solo ellos y las plantas conocen. Pueden incluso, si así lo necesitan, comunicarse con otros árboles a miles de kilómetros de distancia. Aunque su sonido tarde en llegar, es transportado por los vientos hasta su destino. También pueden hablar a través de sus raíces, movimientos leves de éstas que se propagan por la tierra, por sus entrañas. No importa que sus voces las escuchen otros en el camino; ellos no tienen secretos como nosotros, no albergan ni uno solo de los sentimientos nocivos que tiene nuestra mente, excepto la tristeza. Por contra también pueden experimentar la alegría, pero asisten sin juzgarlas a las dos por igual. Pero además pueden soñar…imaginad de que manera. Son grandes meditadores, y si alguien puede explicar la historia de la humanidad desde la más absoluta objetividad, son ellos. Han asistido por desgracia impasibles y asisten a día de hoy a todas las atrocidades que la humanidad les ha causado, y que inevitablemente nos causamos a nosotros mismos sin darnos cuenta de lo que estamos perdiendo. Son testigos del majestuoso nacer del sol, su día y el manto de estrellas y la luna en el esplendor del día y la noche. Nadie es más capaz que ellos, de captar la esencia de la vida sin importar segundos, minutos, horas, días enteros…
Fue un abeto muy conocido por su alegría, que se expresaba radiante en sus ramas claramente dibujadas en muchas direcciones, y sus hojas verdes y puntiagudas; tan verdes que según la luz del sol a veces parecía un abeto de otra especie. Pero un día, todo eso cambió. Este abeto cavó sus raíces muy hondas, en la profundidad de la ladera montañosa. De hecho empezó a desarrollar inquietudes, algo fuera de lo común en ellos, y a pesar de ser un abeto hermoso, su sueño era ser un roble y ser admirado por todos, por su fortaleza y majestuosidad.
¿Por qué no podía ser un roble?, se preguntaba. Y a cada pregunta, se hacía más pequeño en su alma, tanto que sus hojas empezaron a perder su esplendor, y su tronco se curvó ligeramente hacia delante, como si llevase una carga tremenda.
Los árboles cercanos no comprendían qué era lo que podía hacerlo enfermar, el sol era el mismo, la lluvia era la misma, el día y la noche eran los mismos para todos. Pero aun así seguía retrocediendo. Y es que ese abeto, como muchas personas, pensó demasiado, y se enfundó una carga innecesaria impropia para su especie. El por qué ser otro, ser alguien que no era; no ver en definitiva que era más de lo que él mismo creía ser. Cualidad impropia de su especie.
Entonces un día, su tristeza diluida por el aire y la tierra, llego a las entrañas más profundas de un sabio y viejo roble. Este roble tenía mas de un centenar de años y coronaba una hermosa plaza en una ciudad no muy lejana. Impasible asistía a la sinrazón que provenía de aquel árbol en las montañas.
Una mañana, aprovechando los vientos del sur, envió un mensaje claro y potente a través del aire, y éste llegó a su destino. El abeto encorvado se enderezó, crujieron sus ramas y su tronco. Seguro que habéis oído alguna vez este sonido en algún bosque, el crujir de una rama. No es más que el movimiento de algún árbol que sale por unos momentos de su letargo.
Como si hubiese recuperado la vida en un segundo, volvió a alzarse altivo, fresco, la vida del bosque volvía a correr por su savia. Para lo bueno y para lo malo, volvía a ser un abeto diferente…¿Pero qué fue lo que le hizo reaccionar?
Cuentan los vientos, que aquel roble le explicó la esencia de sus vidas, que toda alma de árbol va a parar a los robles, así pues éstos son de gran tamaño y tan preciada madera. Todos forman parte de una misma fuente y esa fuente se encarga de repartirlos y volverlos a juntar una vez se acaba su tiempo en la naturaleza. Que no hay nadie más necesario que otro, ni árbol bajo, ni alto. Todos son necesarios y todos forman parte de la misma esencia, de la misma madre naturaleza. Por supuesto el abeto entendió que su misión no era más que disfrutar de la vida, de cada momento, y permitir que los demás disfruten de la misma. Y así lo hizo en adelante.
…¿Cuántas veces nos comparamos a los demás, y nos creemos inferiores?. ¿Cuántas veces queremos ser lo que no somos, sin saber que quizás tengamos más en nuestro interior de lo que podíamos imaginar?. El mundo no se detiene, y nosotros tampoco paramos apenas ni a pensar, cuando lo lógico y lo normal sería parar, sentir, ver, escuchar, vivir cada segundo y por que no…Ser como un árbol durante unos minutos para recordar la esencia de nuestra existencia, conectarnos a la tierra y solo ver sin juzgar…formar parte de la naturaleza. Conectar nuestro interior a nuestro exterior…
…Cierto día de invierno, llegó el hombre hasta la montaña y nuestro abeto pudo sentir como a cada golpe se desvanecía su conexión con la tierra. Fue talado por ser el más hermoso de los abetos de aquel bosque y transportado a una ciudad, y utilizado como árbol navideño engalanado con guirnaldas, luces y bolas de colores. Y fue expuesto en la plaza principal de esa ciudad…justo delante de un viejo y sabio roble.
Por Jordi Luna
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